Es evidente que cuando la política es sólo pasión y emoción, la probabilidad de que la tensión social aparezca y el invento de la convivencia democrática quede hecho añicos es muy elevada. Pero pretender, consciente o inconscientemente, que la política esté despojada de pasión y de emoción es poner las bases para un proceso de liquidación social de la política.
En Cataluña empezamos a correr un riesgo en esas coordenadas. Por una parte, los partidos políticos y las instituciones han dejado de generar cualquier tipo de emoción o de pasión. Si hacemos caso de los estudios de sociología política y analizamos la evolución de algunos datos en los últimos años, nos sorprenderemos al observar que los ciudadanos no quieren dejarse seducir por la política al uso, que se apartan de ella y que la culpabilizan de demasiadas cosas, actitudes todas ellas que recuerdan con preocupación algunas de éstas que el franquismo inculcó día sí, día también y que llegaron a crear un cuerpo sólido en las bases de la cultura política española y catalana. No se sabe si como reacción o como causa de lo descrito anteriormente, hay una práctica muy fuerte en nuestros dirigentes actuales -los del Gobierno y también los de la oposición- de centrarse en la simple y llana administración de los servicios públicos. Podríamos discutir si esa praxis se debe a un acto de voluntad o a una incapacidad para desarrollar esa política emotiva, con capacidad de emocionarse y emocionar, a la que antes me refería.
Cualquiera podrá decirme que el objetivo de centrarse en la administración de los servicios es por sí mismo encomiable e incluso suficiente. Que finalmente esto es lo que los ciudadanos esperamos de nuestros políticos. Comparto la idea de lo necesario de tener y alcanzar el objetivo de ofrecer unos servicios que funcionen -cosa por cierto no siempre satisfecha-, pero en ningún caso este factor puede ser considerado suficiente para nuestros políticos. Necesario, sí. Suficiente, en ningún caso.
Nunca deberíamos permitir que la gestión sustituya y desplace la política. La gestión -si se me permite una comparación quizá demasiado fácil- es a la política lo que la mayonesa es al all i oli. Hay muchos componentes idénticos entre ellos, pero hay algo que los diferencia. En el caso que nos ocupa, la pasión, la capacidad de emocionarse y de hacer emocionar, la fuerza para proyectar el presente hacia el futuro con voluntad de transformación, son ingredientes de y para la política. No son pocos los que reniegan o simplemente desvalorizan la capacidad de emocionarse y de generar emoción a la ciudadanía a través de la política. Son muchos los que no ven necesario que nuestros políticos tengan esa habilidad, ese convencimiento que probablemente emana del interior y que es muy difícil de adquirir externamente. A esos habría que preguntarles cuál es el valor de la política si la despojamos de esa parte emotiva, emocional, que va ligada consustancialmente a las ideas de transformación y a la ideología.
Hace ya unas cuantas décadas que el politólogo norteamericano Lipset y también su compatriota y sociólogo Daniel Bell, en sus respectivas obras El hombre político y El fin de las ideologías, anunciaron que éstas habían perdido la razón de ser. Sin negar que hoy las ideologías desempeñan un papel social y político muy distinto al que desarrollaron hasta la mitad del siglo XX, y que en cualquier caso la incompatibilidad entre ellas es menor, cuando no inexistente, no puede llevarnos a creer que se puede tener un proyecto político para un país sin ideas ni ideología que lo enmarquen. Y de la misma manera es difícil pensar qué ideología, qué idea fuerza, se puede generar exitosamente sin capacidad de emocionar.
Cuando hablamos de emoción pensando en clave política, podríamos alargar la reflexión hasta interrogarnos hasta qué punto la épica debe tener también un papel en la política. Hablar de épica política no nos debe llevar necesariamente a pensar en un Braveheart autóctono. La épica también se encuentra en esas situaciones en las que uno apuesta con convicción en horizontes que tienen un poco de utópicos, un grado de dificultad no menospreciable para ser alcanzados y una convicción personal que se convierte a menudo en fuente de alimentación que de alguna manera a través del trayecto para alcanzar el objetivo se está haciendo historia, trascendiendo el presente. Y no sólo hay épica en los proyectos revolucionarios o nacionalistas. En cualquier proyecto político sectorial (educación, sanidad, medioambiente, infraestructuras...) puede haber dosis de épica.
Es difícil saber qué es la política y para qué sirve sin estos componentes emotivos. Quizá alguien los catalogará de premodernos, incluso de románticos. Yo los reivindico como imprescindibles para cualquier sociedad democrática de hoy y de mañana. Por eso, mi preocupación crece cuando observo la política catalana y pongo rostros y apellidos a los protagonistas y me pregunto cuál de ellos debe sentir que está viviendo un momento histórico. ¿Cuántos de ellos deben sentir emoción al pensar en su proyecto político? ¿Cuántos de ellos tienen la capacidad para emocionar ya no digo a la sociedad, sino simplemente a los suyos, a su electorado más fiel, a sus compañeros de partido? La respuesta no deja indiferente.
La gestión y el tacticismo más descarnado -en el interior del partido y en el ámbito político general- esconde un vacío de comunicación de ideas y una ausencia de debate. Y en esa intersección que tiene más de agujero negro que de cruce de caminos, es donde tiende a ubicarse la politica actual. Ustedes que pueden, hagan algo, por favor.